Casi como un puesto más del Mercado del
Progreso, que se sitúa desde hace más de un siglo en el corazón de la
Ciudad de Buenos Aires frente a la estación “Primera Junta” del subte A,
irrumpe Oeste Estudio Teatral, una pequeña sala-habitación que
cuenta con pocos años de vida y está ubicada en el ala izquierda del
primer piso de la feria. Allí, cada domingo en el temido horario de las 7 de la tarde, el público tiene la opción de ver Todo lo demás no importa. Variaciones sobre textos de Sara Gallardo,
una obra montada por la dramaturga, directora y regista argentina
Andrea –“Andy”- Chacón Álvarez. Mientras caminan hacia la sala, desde
una perspectiva panorámica y lateral a la vez, los espectadores pueden
apreciar el sueño en el que, a esa hora, se sumergen los muchos puestos
del edificio. Una imagen que en principio podría agudizar el síndrome
de domingo al atardecer, que empieza a sentirse cuando cae el sol y todo
se aquieta, y que mezcla desazón y melancolía con la pereza ante el
inminente comienzo de la semana.
Sin embargo, luego de subir unas cuantas escaleras, llegar hasta el
pequeño hall de entrada y enfilar hacia la sala, ese paisaje en calma
nos devuelve una mejor atmósfera, la del silencio necesario para que el
ruido del trajín cotidiano del mercado no interfiera con las piezas
dramáticas que se representan en el piso de arriba. Porque ese mutismo
provocado por el cese de las actividades por unas cuantas horas se
convierte en la coartada ideal para que los tradicionales relatos
surgidos en (y de) ese mercado den paso a las otras historias, las que
Chacón Álvarez adapta del libro de cuentos El país del humo (1977) de la escritora y periodista argentina Sara Gallardo (1931-1988).
El país del humo es el territorio literario que Gallardo
concibió para situar las fábulas de sus disímiles, raros e
inclasificables relatos: algunos, con audaces desvíos, abrevan en
tradiciones arraigadas; otros cruzan tópicos tan atávicos como
contemporáneos; otros reinventan géneros discursivos tan ancestrales y
artesanales como modernos y sofisticados. Algunos son extensos y
saturados; otros, como los haikus, condensan imágenes en breves líneas o
recuerdan las estampas literarias; otros borran la historia o la
subsumen al puro procedimiento; algunos también se acercan al poema en
prosa. Parecería ser que el hilo conductor más visible de esos cuentos
indómitos es el hecho de que se emplacen en –o refieran a– la América
Hispana, aludida mediante diversos accidentes geográficos con referente
real, en espacialidades fabulosas, en zonas urbanas, en espacios
rurales, bárbaros (el desierto), indecisos (la frontera), y en
temporalidades lejanas o próximas al presente de la publicación, pero
siempre presentada por la autora como una versión espectral, salvaje y
alucinada de ese continente.
Así pues, es sobre la diversificación temática y formal, y la
heterogeneidad de fábulas, de identidades ficcionales, y de
ambientaciones que se sustenta la singularidad de El país del humo,
el único volumen de cuentos dentro de la producción de Gallardo.
Asimismo, la multiplicidad de oficios, voces, e inteligencias definen a Pasto Rebelde,
el colectivo artístico surgido a propósito del proyecto de Chacón
Álvarez, compuesto por iluminadores, actrices, cantantes, vestuaristas,
escenógrafos, y diseñadores, que lleva su nombre en honor al cuento “Un
césped”, en el que un pastizal crecido en medio de la urbanización se
resiste de todas las formas posibles a ser cortado, a lucir prolijo, a
no desentonar con el paisaje.
Desde las últimas décadas, se verifica un sostenido fenómeno de
rescate de la obra y la figura de Gallardo, cuya recepción pasó, en
diferentes momentos de su trayectoria, por distintas instancias: de un
gran reconocimiento (fue bestseller, traducida y reeditada en vida) a postergaciones e injustos olvidos. Una revalorización indiscutible luego de la publicación post mortem de la Narrativa breve completa (2004)
y la difusión de su literatura por Leopoldo Brizuela, de la inclusión
de su obra en antologías y colecciones de clásicos argentinos (las de
Ricardo Piglia y Abelardo Castillo), de reediciones en nuevas
editoriales (El elefante blanco, Planta editora, El cuenco del Plata),
del renovado interés del público, la academia y la crítica actual, y
también –creo- de la transposición de algunos textos literarios a otros
formatos artísticos y culturales.
Ahora bien, la literatura de Gallardo cuenta con otros antecedentes de
transposición en los que podríamos insertar la propuesta de Chacón
Álvarez. Casi treinta años después de la publicación de Pantalones azules
(1963), María Herminia Avellaneda la adaptó para un especial para ATC.
Por su parte, Enero, su elogiadísima primera novela, fue transpuesta
dos veces: la primera, por Paula Peyseré que dio como resultado una
versión libre –y muy lírica– que hoy circula por la web; la segunda,
resultado de la asociación entre el escritor Pedro Mairal y el dibujante
Juan Sáenz Valiente, fue una de las entregas de la serie de Canal
Encuentro “Impreso en la Argentina”, que combina eficazmente el proceso
de producción de una historieta basada en un texto literario con el
documental expositivo sobre un autor. Actualmente está el proyecto de
llevar la experimental Eisejuaz – su cuarta novela- a la
pantalla grande de la mano de Pablo Reyero y Adriana Lestido. Salvo por
la adaptación a teatro de papel Kamishibai que hicieron Malena Rey y
Julieta Fradkin del cuento “La gran noche de los trenes” (montada, entre
otros sitios, en el homenaje realizado a la escritora en 2008 por el
Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la UBA), los demás
relatos de El país del humo habían dejado ahí una zona
vacante. Un vacío que, indudablemente, supo aprovechar con talento,
trabajo y una gran sensibilidad Chacón Álvarez, quien mediante un uso
heterodoxo y discrecional de los recursos disponibles del nuevo teatro,
vuelve aún más contemporánea y legible a esta escritora, que fuera tan
mal leída como meramente anacrónica, como “fuera de época”.
Al hacer ingresar estos cuentos en una serie transposicional y
póstuma, Chacón Álvarez les otorga nuevas condiciones de legibilidad y
recepción. Estos cuentos, casi imposibles de sistematizar, se vuelven de
difícil lectura acaso por convocar un sinfín de universos
referenciales, tradiciones, procedimientos, temporalidades y personajes,
que probablemente hacen al lector recabar información, releer, trazar
conexiones, volver la página atrás. Esa misma dificultad se traslada –o,
mejor, se potencia- cuando esos cuentos abandonan las páginas del
libro, y buscan otra forma de expresión: la de decirse en voz alta, la
de cantarse a dúo, la de transmitirse mediante objetos, juguetes, bailes
e imágenes proyectadas, ante un espectador que no necesariamente conoce
las historias que cuentan, encadenan y representan con frescura las
actrices Noelia Antelo y Magalí Fugini.
Pero, antes de todo, Andy y Sara tuvieron que encontrarse. Un
encuentro que ocurrió de casualidad en una librería, cuando Andy se topó
con la edición de la Narrativa breve completa (uno de los modos de acceso a Sara más impuesto en los últimos tiempos), y, leyéndola de pie e incómoda, quedó atrapada en El país del humo.
Fue ahí que decidió trabajar con ese material que la había sorprendido e
inspirado de inmediato. El proyecto original consistió en hacer en Casa
Yatay (“un espacio clandestino” destinado a montar obras como en casa)
un ciclo de monólogos, al aire libre y a la luz del día, que los
invitados/ espectadores disfrutaban con la compañía de un té servido con
scones. Sin iluminación, sin vestuario, sin escenografía, sin difusión.
Había que volver a lo oral, a la recomendación boca a boca: sólo
relatos, ¿qué importa el resto? Esa primera muestra les permitió ir
probando varias versiones hasta consolidar las formas definitivas de las
historias representadas. Esta característica de laboratorio de
investigación que tiene desde sus orígenes la puesta de Chacón Álvarez
la acerca también a la propuesta que trae el libro de cuentos, para el
que Gallardo confiesa haber estudiado mucho, y en el que, habiendo
abandonado ya la novela rural y apropiándose de la experiencia Eisejuaz,
ensaya otros estilos, fragua nuevos tonos, prueba temas, lleva al
límite las convenciones de los géneros discursivos más variados. La
escritora –de la que tanto se dijo que se mantuvo al margen de las modas
literarias- obtiene así ficciones singulares de muy compleja
catalogación en anaqueles críticos. La dramaturga, por su parte, evita
alinearse en alguna tendencia en particular, y explora distintas
tradiciones, recoge algunas (como el teatro de objetos, o las
instalaciones lumínicas de Boltanski), descarta otras (cambia la propia
vida del biodrama por la vida de los otros); y, apuesta por una
“teatralidad expandida” hacia otros dominios artístico-culturales: la
ópera, la fotografía, el video arte, el found footage.
¿Pero qué de los cuentos atrajo específicamente a la directora para
transponer al lenguaje teatral? Sin dudas, el arte del contar que éstos
demandan. Son célebres las declaraciones de Gallardo, a propósito de El país del humo, sobre la necesidad literaria
de sentarse a contar historias (como si se tratara quizá de una ronda o
un fogón nocturno), de remontarse a formas orales del relato (los
trascendidos, el chisme), de bucear entre las más diversas y ancestrales
tradiciones (folk, leyendas, crónica histórica, epitafios, fábulas, el
cuento de terror). Y esta necesidad coincide, no en vano, con su
exploración primera y única del cuento. También son conocidas las
escenas de escucha desde la cama que la niña asmática, por entonces
llamada Sarita (el diminutivo que la diferenciaba de las tantas Saras de
su familia), durante sus reiteradas convalecencias que le impidieron
muchas tardes de juegos al aire en las siestas estivales, disfrutaba
cuando su padre le contaba historias extraordinarias que irían marcando el universo referencial de la futura escritora.
Un anecdotario biográfico-literario que deja sus ecos muchos años
después en los recuerdos infantiles de Andy, y también en el prólogo de
la obra de la dramaturga – ya adulta- que, podría decirse, reconquista
la tradicional estructura del relato enmarcado o del cuento dentro del
cuento, identificable, por caso, en la cuentística medieval. En el
relato marco, dos niñas (Andy y su prima) se escapan de la casa de la
abuela a la hora de la siesta, dan vueltas por la quinta, cruzan el
gallinero, trepan a los árboles bajo el sol tremendo de enero, comen
ciruelas, se manchan los labios, se ensucian las manos, se intercambian
historias oídas por ahí. Los relatos insertados, esos mismos que se
cuentan las primas, esos mismos que interpretan las actrices en escena,
son las variaciones de los cuentos de Gallardo. Y hago énfasis
en la palabra “variaciones” porque para la transposición no sólo se
utilizan, como antes dije, recursos provenientes de otros lenguajes para
adaptar la materia estrictamente verbal a la interpretación teatral,
musical, coreográfica, sino porque Chacón Álvarez completa esas
historias con interrupciones en las que las actrices transitan nuevas
sensaciones de a dos provocadas por esas historias de solitarios (se
abrazan, bailan juntas, discuten, se corrigen, se acompañan, juegan como
niñas), ponen a prueba sus modos de decir el texto (“te falta
convicción” le dice una a otra; “Una señorrita tenía una cabeza de rrepuesto. Vivía en Comodorro Rrivadavia”
enuncia una actriz remarcando la vibrante múltiple), con
aggiornamientos que regalan sonrisas a los espectadores (suerte no es la
de la profesora a cargo de un curso, suerte es “ganarse la lotería, el
Quini 6, la raspadita”), y el armado de familias entre los personajes de
distintos cuentos que los recolocan en nuevos sistemas ficcionales.
Así, la soledad del hombre en la araucaria se pone en diálogo con la
soledad que define al resto de los habitantes de ese extraño bestiario.
Así, se introduce a un tal López, el dibujante de caballos a quien se le
profesa puro enamoramiento, y así también los caballos innominados o
referidos con atributos (el que canta, el que cura corazones, el que
corre carreras en el aire, el que escolta al hombre en proezas) son
rebautizados con nombres de fuerte carga simbólica como Washington,
Lincoln o Napoleón.
De la selección de cuentos que realiza la directora pueden
reconocerse, por lo menos, dos ejes que articulan al texto con la
dimensión espectacular: los cuerpos-mecanismo y la animalidad. Por un
lado, el hombre- pájaro alado artificialmente -¿una suerte de organismo
preCyborg?, ¿el rescate del antiguo sueño humano de volar?- y la mujer
con cabeza de repuesto entran en sintonía con los objetos usados para
acompasar el relato oral, como los relojes a cuerda, las cajitas
musicales, el juego giratorio parecido al Twister de los parques de
diversiones, los playmobiles; o para marcar los turnos conversacionales
como los timbres, las bolitas que corren por el piso de mano a mano. Por
el otro, los caballos –el animal preferido de Gallardo- arman una serie
textual que además sobrepasa lo estrictamente guionado. Aparecen desde
el principio, cuando el público, mientras espera, en un teatro del
barrio de Caballito, puede beber un vaso de Caña Legui (¿cómo no
recordar el célebre spot con la frase “¿para qué le habrán puesto
caballos?”) y comer palitos de queso. Y las historias con caballos de
Gallardo al tiempo que se cuentan según la variación pergeñada para la
ocasión despliegan un imaginario mucho mayor que pone en conjunción una
secuencia de malambo o música de charango, preparadas e interpretadas
por Magalí Fugini, con objetos vinculados al mundo rural y juguetes de
la colección personal de Noelia Antelo, como esos caballitos que trotan a
cuerda por el escenario, pautando el silencio y el ritmo de los
relatos.
Chacón Álvarez apuesta por una ambientación despojada e íntima: se
trata de una pequeña habitación con un entrepiso unido a la planta baja
por una escalera caracol. Las actrices suben y bajan, hacen rendir cada
mutis para ingresar y acomodar la escasa escenografía, aportan de sus
casas parte del decorado, aprovechan al máximo el tiempo escénico para
prender y apagar luces y colaborar en las proyecciones de imágenes y
juegos de sombras. El público se acomoda en bancos o sobre almohadones
en el suelo en el espacio que queda entre el proscenio y la parte de
atrás de la sala desde donde la directora observa y no descuida ningún
detalle. En este sentido, la puesta final recupera el carácter artesanal
y casero que proponía la primera muestra justamente montada en
Casa Yatay, que se resignifica con el armado de origamis con forma de
barco del programa-gacetilla que también realiza Noelia Antelo. Origamis
que remiten al barquito de papel que navega por las aguas de un río en
uno de los spots publicitarios de la obra, y que conducen a una
zona inexplorada de la tierra del humo como la que abre el relato de la
tintorera japonesa de “Vapor en el espejo”, y que Chacón Álvarez
percibió en los comienzos de su investigación cuando pensó, aunque sin
darle continuidad, en abordar algunos relatos desde la técnica japonesa
del kamishibai.
Y de esa primera muestra también se recupera la intemperie, pero se
recobra de un modo singular o quizá rebelde (como los Pasto Rebelde): en
un estricto fuera de escena. El aire libre sólo aparece en los
escenarios naturales (un río, un espacio verde con sonidos de pájaros,
una playa) de los tráileres cinematográficos y las fotos promocionales
de la obra teatral (remarco el cruce de lenguajes antes referido).
Podría decirse que el campo, un escenario recurrente en las ficciones de
Gallardo y que ha vuelto a despertar actualmente nuevas propuestas en
distintas expresiones artísticas (cine, teatro, literatura, artes
visuales), queda en el fuera de campo (remarco la pulsión de esta obra
por no entroncarse definitivamente en tendencias consolidadas).
Cuando la dinámica semanal del Mercado del Progreso se toma un respiro
y hace un alto, salen a desfilar los solitarios, los marginados, los
antihéroes, los vencidos, los fantasmas, los animales del país del humo.
La puesta en relato de estas historias que se cuentan de a dos, que se
recrean en el vínculo con el otro y con los otros, es el mejor conjuro
contra las múltiples soledades de las que Gallardo deja rastros en su
libro de cuentos (la propia, la ajena, la más atávica de este indócil
continente conquistado). Pues como afirma la consigna rectora de la obra
“quien aprende a contar nunca está solo”. Recuperar el placer
legendario del contar por contar, darse el gusto de hacerlo, contar con
la posibilidad de recibirlo (de sanarse mediante el relato), y
traducir a Sara Gallardo a un nuevo lenguaje son algunos de los méritos
de esta obra. Como una apropiación laudatoria y empática de la frase
desesperada que la madre del niño enfermo de “Fases de la luna” dice al
padre Matías (“Cúremelo”) y que disparó el título de esta obra pese a
quedar fuera de la selección (en otro fuera de campo), pareciera ser que
ya, a esta altura, todo lo demás no importa.
Nota: Agradezco la generosidad y paciencia de Andrea Chacón Álvarez, que
respondió cada una de mis preguntas en todo momento y en todas las
formas, y tomó como suyas mis inquietudes. Mucha información fue
extraída de una entrevista que le realicé a la directora, que además
estimuló muchos de los análisis aquí presentados.
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